lunes, 1 de octubre de 2012

Prefería no esperarle en la playa (III)


Preferí no esperarle en la playa. Paré de nuevo el motor de mi descapotable, esta vez junto al paseo, y saqué los prismáticos. Entre todo el gentío no lograba distinguirle y, además, el sol de frente me lo hacía más difícil aún. Grupos variados de jóvenes disfrutaban de la arena, hacían deporte y se bañaban en el mar, y yo, absorta en mis pensamientos, empecé a preguntarme cómo había llegado hasta esta situación. La obsesión se había convertido en mi compañera fiel en la última semana. No estaba simplemente cumpliendo con un trabajo que me habían encargado sino que además estaba llevándolo a un terreno tan personal que me estaba dando miedo.

Desde mi posición incómoda de aprendiz de espía yo seguía oteando el horizonte. De pronto, a través de las olas apareció su esbelta figura masculina erguida sobre la espuma. Surfeando con gracia hasta la orilla, apoyó sus pies en la arena como si agua y tierra fueran el mismo terreno para él. Acto seguido, con su porte de niño-hombre descuidado pero deportista, se dio la vuelta y se zambulló de nuevo con su tabla, listo para volver a empezar.

Encendí un cigarrillo. Creo que aún me daría tiempo a fumarme medio paquete antes de cumplir con mi objetivo.

Mientras fumaba empecé a hilar los últimos acontecimientos en mi cabeza. Todavía seguía perpleja de cómo se cómo se habían desarrollado los hechos en tan sólo unos días. Lo que más me había sorprendido, y nunca me hubiera esperado, había sido la llamada del tal Roger, el mánager. Mi amiga Cinthia me lo había nombrado en algunas ocasiones, pero nunca habíamos llegado a coincidir. Ni siquiera las veces que yo la había ido a ver al local de ensayo él había aparecido por allí. Cinthia era mi amiga de la infancia y la cantante de un grupo de rock. Desde pequeñas habíamos hecho miles de cosas juntas, y la música siempre había sido su ilusión, incluso diría que a veces su única obsesión. Yo la apoyaba siempre, al igual que ella hacía con mis cosas, aunque de un tiempo a esta parte, y sobre todo en los últimos meses, ella estaba un poco esquiva conmigo y ya no la veía tan a menudo.

Continuando con aquella llamada, recordé que hacía entonces sólo una semana que aparecía repetidamente en mi móvil un número desconocido. Llamadas perdidas que casualmente nunca escuchaba. “Ya están los pesados de siempre llamando para un seguro de decesos, o para concederme un préstamo, o para regalarme una batería de cocina...” -pensaba con fastidio. Pero el día que vi en la pantalla del móvil que llamaban de ese número contesté dispuesta a dejarles con la palabra en la boca. Al otro lado del hilo telefónico una voz pausada de hombre maduro me dijo: “Soy Roger, el mánager”. Me dieron ganas de reír, ya que no me esperaba tal presentación, pero me contuve y escuché atentamente lo que quería decirme. Por lo visto, “Aráñazul”, el grupo de Cinthia, había sido seleccionado como ganador en un concurso de talentos de Radio-Top a nivel nacional. “¡Qué bien!” - pensé yo; pero “¿Qué tenía yo que ver en todo esto?”

Apagué el cigarrillo y encendí otro sobre la marcha. Lo que yo no sabía, y Roger me empezó a explicar con todo lujo de detalles, era que la canción con la que habían sido seleccionados la había compuesto él con Cinthia tras una noche de pasión, hacía ya unos meses. “¿Cómo? - me escandalicé interiormente- ¿pero Cinthia no salía con el guitarrista del grupo?”. En fin, decidí no pecar de entrometida e intenté sintetizar el mensaje que me trataba de transmitir. Entre otras cosas me contó que el guitarrista tenía en su poder el master. En un ataque de celos, al enterarse por otra persona del desliz de su chica, y tras la consabida, necesaria y correspondiente confesión de la misma sin final feliz, él había decidido llevarse todo el material del estudio. A Roger, desde Radio-Top le estaban pidiendo con urgencia el cd original para poder hacer copias destinadas a un gran lanzamiento que se estaba planificando. Así pues, esto se ponía complicado para mi amiga.

La situación podía resumirse así: chico dolido por la actuación de su novia infiel se queda con material importante e imprescindible para ella, claro ésta, por puro despecho. Según Roger yo era la única persona que podía espiar al guitarrista sin levantar sospechas y averiguar dónde estaba ese material. ¿Yo?, la chica despistada con mil cosas en la cabeza que de pronto se tenía que responsabilizar de un asunto de tal calibre. Tenía que hacerlo por Cinthia, aunque reconozco que estaba un poco dolida por no haber sido ella misma la que me contara todo este enredo en el que se había metido.

Por tanto, allí estaba yo, fumando mi segundo cigarrillo mentolado (sí, me decían que eso me hacía más sofisticada), mientras esperaba a que mi nuevo contacto hiciera a su vez el trabajo que yo le había encargado. Antes de aparcar en mi posición privilegiada de observadora había hecho mis deberes. Sabiendo que el guitarrista estaba en la playa, me había acercado a hablar con unos de los niños de la pandilla que yo creía más asidua y conocedora del terreno.

De pronto, tuve que dejar el pitillo en el cenicero. Mi nuevo contacto me interrumpió y me sacó de mis pensamientos. Llegó con una mochila para mí. Le di 50 euros y una sonrisa mientras le revolvía cariñosamente la coronilla. Una vez a solas, la cogí en mi regazo y noté que mi primera reacción fue sentirme culpable. Tenía ante mí la posibilidad de saber en qué acabaría toda esta historia, pero el hecho de hurgar en la intimidad de este chico lleno de talento y que además era guapo (para qué negarlo), hacía que mi pecho se moviera al ritmo de la excitación y el nerviosismo.

Decidí ser automática. Mis manos abrieron las cremalleras y busqué en el interior. No había ningún disco duro portátil, pero sí un cd dentro de un plástico transparente. En la superficie del disco, escrito a rotulador permanente, estaba escrito “Largo y Adagio de amor– autores Cinthia Pontes y César Amado”. “Qué raro! Esta letra me era familiar. Enseguida caí en la cuenta de que era la de mi amiga. Bueno, esto se estaba poniendo misterioso. No acabé de entenderlo, puesto que según la información que me había dado Roger, el mánager, esa era la canción ganadora. Sin embargo, dejé que pasara ese pensamiento y de nuevo decidí ser automática. Sin querer pensar más, dejé la mochila a un lado, introduje el cd en mi equipo, recosté mi espalda sobre el respaldo, retomé lo poco que me quedaba del mentolado y me dispuse a escuchar la canción; la curiosidad me estaba carcomiendo. Play.

Mientras mi imaginación echaba a volar una figura masculina se acercaba en dirección a mi coche. Pasó por delante y se dirigió a coger una de las bicis del aparcamiento. Uff!,¡no lo podía creer! - era el guitarrista-surfista. “¿Cómo había salido tan rápido del agua?”. ¡Gracias al universo que no me había visto! ¡Menos mal!”.

Sin embargo, de pronto veo que se da la vuelta y que mira fijamente en mi dirección. Veo que camina los 10 pasos que nos separan y ¡voilà! de pronto está mucho más cerca de lo que debería estar. “¡Oh, no! ¡creo que estoy a punto de ser descubierta!”. No me había dado cuenta de que la canción seguía sonando “¡premio a la mejor detective! ¡Dios mío!.” Quería morirme. De pie y desde el asiento del copiloto su figura alargada me miraba con cierta extrañeza. Imagino que por su cabeza estarían pasando las preguntas de “¿por qué esta chica está escuchando mi canción?”, o “¿la conozco de algo?”, o simplemente, “¿qué está pasando aquí?”.

Se inclinó hacía mí y se acercó con rapidez a apagar el botón del equipo de música. Miró hacia abajo, al hueco del los pies del asiento del coche, y directamente exclamó con tono de enfado y sorpresa al mismo tiempo: “Pero tía...¿qué haces tú con mi mochila? ¡Si vengo del puesto de la policía!”.

Me quedé paralizada de miedo, no tenía ni idea de cómo salir de esta (aunque en algunas otras ocasiones comprometidas siempre la suerte había acabado sonriéndome). Balbucée unas palabras totalmente incomprensibles y eché mano de la llave para arrancar el coche. Creo que en realidad, debido a mi estado de confusión repentina, eché mano del cartelito de cambiar el aceite, que colgaba en el mismo lado, y, sin saber cómo, una mano veloz apareció a mi lado y de un sólo movimiento sacó las llaves del contacto. Definitivamente él había tenido más capacidad de reacción que yo.

Allí estábamos los dos. Frente a frente con cara de atónitos, pensando a cámara lenta cuál iba a ser nuestro siguiente paso. 

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