Preferí no esperarle en la playa. Paré el motor de mi descapotable junto al paseo y saqué los prismáticos. Entre todo el gentío no lograba distinguirle y, además, el sol de frente me lo hacía más difícil aún. Grupos variados de jóvenes disfrutaban de la arena, hacían deporte y se bañaban en el mar, y yo empecé a preguntarme porqué había llegado hasta esta situación. La obsesión se había convertido en mi compañera fiel en la última semana. Simplemente no estaba cumpliendo con un trabajo que me habían encargado: estaba llevándolo a un terreno tan personal que me estaba dando miedo. Me temo que estaba empezando a enamorarme de mi objetivo.
Desde mi posición incómoda de aprendiz de espía yo seguía oteando el horizonte. De pronto, a través de las olas apareció su esbelta figura erguida sobre la espuma. Surfeando con gracia hasta la orilla, apoyó sus pies en la arena como si agua y tierra fueran el mismo terreno para él. Acto seguido, con su porte de niño-hombre descuidado pero deportista, se dio la vuelta y se zambulló de nuevo con su tabla para volver a empezar.
Encendí un cigarrillo. Creo que todavía me daría tiempo a fumarme medio paquete antes de cumplir mi promesa de dejar de fumar.
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